miércoles, 22 de diciembre de 2010

CUENTO

¡Nunca pensé que podría llegar a matarla! Algunas veces me arrepiento de haberlo hecho, pero en otras recapacito pensando que aquel intento fue involuntario. Llevo una sensación que recrudece aquel instinto en mi conciencia; la voluntad de una respuesta que limita los sueños, lo intangible de las ilusiones. Sin embargo conservo el ánimo de un corazón perpetuo; el que vence las dudas y justifica la esperanza de lo irracional. Pero, ¡por qué no acepto que fue mi culpa! Pude haberme detenido, pensar mejor las cosas, respirar profundamente. Hoy, me parece que me hace falta el aire, que la gente se hace nadie cuando te recuerdo. Le corresponde a la memoria de un acorde dulce de guitarra el explicar cómo enloquecieron mis sentidos; el que un ligero abrazo de la tarde permitiera que supieras lo que siento. Necesito saber cómo pasó, cuál fue mi proceso… tendré que recapitular todo desde el principio pues aún no creo comprenderlo.

Ahí solía estar ella, una representación de las magnolias; describiendo las espirales de su mundo diverso, la interrelación de sus amigos y conocidos. Involuntariamente evidenciaba su presencia; la gracia de su belleza taciturna recibía la acogida de los más absortos; magnetizaba los sentimientos incipientes del día a día. Observarla era como sentir la fuerza de las mareas en la atracción de la luna; revivir los colores de los periantos antiguos, la protección que merece de la inmadurez social de nuestros días. Era una mujer joven de mediana estatura, delgada, de ojos negros como los de la comarca del Jiloca; algunas veces dejaba entrever la ondulación de su pelo y la timidez de su sonrisa. Casi siempre llevaba el mismo par de zapatos y en ocasiones portaba un suéter naturalmente particular… era hermosa, muy hermosa.

No recuerdo como haberla conocido; la vida académica de la que formábamos parte se encargó de realizar la tarea. Pero esa vida agitada resultó perdiendo el examen; improvisó el conocimiento entre nosotros y dejó un vacío interior; el más profundo de todos; del abismo que entrelaza nuestras mentes con la nada. Bastaba con verla para entregarnos a la única rutina con la que podía demostrar que le tenía un gran aprecio: expresar abiertamente con inconformismo su presencia. ¡Sí, ya se! Francamente de la teoría del amor entiendo poco, pero lo suficiente para saber que aquel enfrentamiento verbal iba cargado de afecto, que las peleas me hacían falta, que eran la forma de decirle la importancia de su imagen en mi vida; fue el momento de entender que la pasión y el odio se tratan indistintamente; que son como las estrellas para el cielo… como la luna para la noche. A medida que pasaban los días continuaba alimentando mis alegrías, mis momentos. No obstante, reconocía el peligro que significaba el éxtasis emocional, la pérdida de los arquetipos que tanto amaba; podría aludir la necesidad de acabar su vida de la mía. Nunca había pensado en eso; resultaba estar planeando una muerte unilateral, una de la que solo yo tenía conocimiento. Nadie más se enteraría; requería de un ímpetu elegante que olvidara mis crímenes, que acabara con las formas con las que di muerte a algunas personas en mi vida pasada.

En ocasiones los impulsos atormentaban mi instinto natural de supervivencia; pensaba en el conflicto que tendría con mis emociones futuras, con la angustia que genera un corazón vago, con la soledad meditabunda… la felicidad que me provoca su compañía. ¡No podía ocultarlo más!, la ansiedad que generaba el deseo de terminar con mi sueño caía con la duda de mi relación futura con ella. Siempre reflexionaba, creía entenderlo bien… cómo puedo olvidarte si te tengo presente en todas partes; si estás en la rutina del viento, en la fragilidad de la tarde, en la canción de la radio. Necesitaba estar libre, poder compartir otros momentos con ella.

Una vez terminado el periodo académico, no imaginé que los recursos tecnológicos modernos, lograran con ayuda de unas cuantas palabras el proemio de una cita tradicional, el preámbulo de una relación que parecía pragmática. De la tierra que me ha guardado por tanto tiempo emergieron dos prominentes vasos. Estaban cargados de fruta, de buenas intenciones, también de un poco de ansiedad. Tengo que decir que fueron dos costosos objetivos, tan onerosos como el final de nuestra relación. Detrás de nuestra mesa de manejo inestable, el nisperero, el avellano y la pacana acompañaban por primera vez la ternura del buen trato. En realidad veía que se estaban produciendo buenos frutos, pero también percibía que el tiempo haría que se secaran. De frente un televisor que sintonizaba un partido de fútbol poco llamativo. Cerraban aquel pequeño parque unas cuatro casas de dos pisos, con sus balcones cubiertos de claveles y gardenias. Fue un momento enriquecedor. De su relato de vida y sus orígenes encontré los mejores momentos. La escuchaba evocando la extrañeza que sentía de sus temporadas en Panamá y el camino inquieto que programaban sus palabras anunciando su regreso; allá donde el Atlántico y el Pacífico confunden su amor; donde las costas logran conocerse… así trataba de hacerlo yo en aquellos días.

Comenzaba a sentir que la quería, que la necesitaba; parecía algo más fuerte de lo que se siente con el cuerpo y con la mente; estaba convencido que a su lado todo era más seguro. También le pedía al cielo que la protegiera, que la mantuviera siempre a mi lado. Permitirme tener su sonrisa cada mañana le concedía a mi vida la naturaleza más cercana a lo remoto, a la ansiada tranquilidad. Es irónico pensar que quería terminar con su vida… con la mía. Había personas que me aconsejaban tomar distancia, que no podía ser absolutamente condescendiente, que razonara y limitara el amor que le tenía. Más no sabía lo que pasaba; los contratiempos de cada día se hacían llevaderos con su presencia… padecía del embrujo del que habla Andrés Cepeda, de su enfermedad y sus remedios sin fin.

Siempre la escuchaba recordando viejos tiempos, trataba de darse a entender que las pasadas relaciones sentimentales fueron eso: pasadas. La verdad es que no podía indagar a su corazón sobre aquellas experiencias, pero parecía que ella no había olvidado… aparentaba no haber logrado alcanzar la frontera en donde se entrelazan la voz y la melodía; el anhelado recuerdo sin dolor. Alguna vez exclamó la manera desigual en la que participaba su pareja en la relación, las diferencias que significaba esa nueva etapa, lo indiferente que resultaba para él acercarla e incluirla en las actividades que realizaba. Ella asumía no sentir lo mismo, haberlo superado… De todas maneras podía notarse que el vínculo y la conexión no se habían perdido todavía. No puede derrocarse algo que se ha construido con tanto tiempo, algo que en el fondo te hace daño. Luchar contra eso era enfrentar una inquietud indomable, significaba estar sin querer estar, pisar otro lugar y regresar inconsolable. El meditar en extremo inquiría con desespero a lo invisible que temo, encendía la esperanza que me incita a caminar buscando una emoción que ya era conocida.

La primera vez que comprendí la magnitud de lo que sentía recordaba las frases de Elías Gandino. Él, con exactitud, afirmaba que la muerte no hiere, que pensar que no se sabe nada de nada era como acabar con la vida, asfixiar lentamente el alma. Descansaba sentado en un balcón observando sus aptitudes de bailarina y de cantante. Reunidos con el fin de darle fin a las vacaciones estaban todos mis amigos y conocidos; se había aportado para una noche de paso, algo ligero que nos acercara, una cena que destemplara dentaduras y avisara lo frío de la noche. Pude acompañar en unas cuantas piezas el compás y la sinfonía de sus pies, pero en otras solamente alcanzaba a admirarla. Era notorio el afecto que le brindaban sus amigos, la importancia de sus palabras para ellos. Terminando la noche, la distancia terminaba por ganarme; lo hizo durante todo nuestro recorrido; esa distancia era desde la cual podía ver que alguien más se interesaba por ella, que no parecía serle indiferente tampoco… Lo cierto es que le gustaba hablar y compartir con personas que demostraran tener otras habilidades, expresiones del arte que le permitieran entablar un compromiso distinto. Conocía de su amigo que practicaba fotografía, también de un cuentero que recordándolo con dificultad, había mencionado ser su amor platónico. Era conciente sobre lo que le preocupaba, su interés por ese tipo de personas; la simpatía que se tenía con uno de ellos. Eso no cambiaba ni transformaría mis preceptos… es normal que algo como eso suceda. No solamente soy yo el que siente amarla, no solamente yo reconozco su infinita belleza. Aquella noche entendí qué me pasaba… ¡Llegaba esa enfermedad tan mala! La muerte no cura el haberse enamorado y perdido entre sus planes. Solo sabía que el contacto de su mano me daba vida, imantaba mis miradas, se convertía en mi sed y mi agua. ¡Nocivo es ese amor loco que contempla tu cara… que descubre tus sueños, que envenena pero que no mata! Desde esa noche crecería lo que siento, empezaría nuestra búsqueda.

Decidido a que conociera mi casa, había entrado en un viaje que tendría un fin cercano; el desenlace que me atormentaba y que terminaría con su vida. Una vez al interior de mis secretos, de los de mis padres, mi hermana y mis dos primos, un pasillo largo nos conduciría a mi habitación. Una cama de piedra amplia con un brocal cubierto de madera sería el único testigo de nuestra charla. Allí iba a ser donde respondería sus preguntas, donde se daría cuenta de lo que soy, de algunas de mis pasiones. Sabría que me levanto con la memoria que reclama el compromiso de la precisión; con la mirada ciega y los oídos sordos que cuentan historias, que viven y que se necesitan. Conocería que como ella, habito la naturaleza de lo remoto del error y la rigidez de los modelos, de las estructuras definidas; pero al mismo tiempo se daría cuenta de aquello que me sirve de refugio, de anhelo y de expresión. La música resultaba un confidente más; el lazo que compartirían nuestros gustos; la muestra de tenues notas musicales al son de un instrumento de cuerda valenciano. El estudio ya no iba a ser el único explorador, el umbral de mis misterios… ahora los acordes daban cuenta de aquella promesa, la de comenzar con unas clases de guitarra. Su casa sería el espectador de la enseñanza; también lo sería de mi corazón en fuga, de sus nudos y sus heridas de amor.

Padecía de un poderoso sortilegio, su encanto hacía que las reuniones en Jardín Plaza, los encuentros para estudiar y las clases de guitarra se rindieran ante la expresión de una palabra, ante la admiración de un ser sensible que aunque vive, no pudo evitar perderse. Quizás los repetidos encuentros embriagaron mis emociones, no lo sé… ¡Me encontraba al borde del mar de los delirios diría mi maestro Silvio Rodríguez!... Él, que ha logrado erizar las más distintas pieles con sus letras y sus melodías, sabe como son estas cosas. Me preguntaba si era conveniente seguir escondiendo mi alma, si debía rescatar del abismo las trovas de un ruiseñor; necesitaba decirle que me gustaba, que abanderaba la capitanía de la mujer más encantadora, que su presencia hacía más especial y llevadera mi vida. ¿Había encontrado a la mujer exquisita de Gabriel García Márquez? Admiraba su rostro latino, su feminidad, la delicadeza de la mezcla entre reina y soberana. Me embelesaban sus dudas, sus problemas, sus minutos… hasta su bolso rojo, escondite de sus entrañables sentimientos. Debía ser un hombre valiente; me enfrentaba no solamente con mi pasado; batallaría contra un largo camino transitado. ¡Atrás los prejuicios y el negativismo! Estaba decidido, forzosamente resuelto; al fin y al cabo no iba a ser una sesión de preguntas y respuestas; solamente me desnudaría frente a ella.

Sería como recordar el momento en que sentí fallecer; las críticas que alguna vez me hizo sobre mis juegos de palabra… todo lo que me había llevado a pensar que era posible que mi corazón se detuviera, que saliera desgarrado avisando inclemencias; la impotencia de no poder hacerle entender su equivocación; de manifestarle que de verdad amaba su casa, sus costumbres, sus sueños.

Ese día entré en su casa, caminé meditabundo. En mi cabeza solo estaba aquel momento. Dos asientos pequeños que marcarían la lejanía de mis afectos revelaban la historia completa. La pequeña cama y el televisor de fondo juzgarían mis emociones, atónitos responderían con la fragilidad que requiere el golpe más fuerte. Un papel y unas cuantas letras resucitarían el recuerdo desprendido de ese singular pasaje. Eran las tres de la tarde cuando de mi boca emanaban los rodeos de esa mágica verdad. Aún con lo inentendible que suscitaran los nervios de mis palabras, el mensaje era claro, letal y contundente. Sentí cómo se derrumbaba la casa con nosotros, un silencio sepulcral que buscaba no hacerme culpable del delito, que no indagaría mis acciones. ¡¿Por qué la maté, por qué… acaso no era feliz; no se suponía que debía cuidarla, protegerla, ayudarla?! La abracé y tomé su mano encontrando el desenlace. Antes de sepultar lo que todavía quedaba en nuestras memorias, dos o tres palabras que expiraban las continuas expresiones, que marcaban el final de la idiotez de un sí y la incesante lluvia de un cielo nebuloso. Del tiempo podré rescatar el por qué de mis instintos violentos… Sólo Dios sabe si terminé mis experiencias, si el tiempo del infinito es el que tiene las respuestas; sólo él lo sabe… sólo él sabe cuánto llegué a amarla… sólo él sabe por qué terminé con su vida.

Entiendo perfectamente sus palabras, que no quiera hacerme daño, que necesite decirme tantas cosas. Pero también me responde que no puedo esperar nada más de ella, que inevitablemente el destino me obliga a dejar de lado todo lo que siento.

Ahora creo que trata de decirme que la olvide, que desate el lazo que aún me une a ella; pero que siga siendo su amigo, su compañero… un partidario leal e inseparable de sus costumbres y sus gustos. A pesar de no querer separarme de ella, de envidiar lo inenvidiable, de continuar compartiendo sus momentos; no puedo olvidarme de sus brazos, de su rostro; es imposible dividirme de sus angustias y sus logros. Que tenga otra persona en su vida no me mortifica. El sentimiento característico de asesino que adquirí en días pasados sobrevuela hoy lejos del continente, aparece en lo fantástico de los mundos desconocidos. De su felicidad depende la mía… de su comodidad dependen las acciones que se emprenden para venerar el oro más preciado. Aquel hombre que exista que valore la sencillez de sus ojos, la belleza insondable de sus labios… aquel hombre que estime la gracia de su presencia, de su inteligencia… ése se hará merecedor de sus instantes… de sus segundos. De mi parte partirá el orgullo y el sosiego de su éxito, el silencio y la despreocupación de su bienestar. La prueba será difícil… amar de lejos nunca es fácil!